La mayoría de nuestros alumnos no sabrá (y algunos no recordarán) que en nuestro IES hubo, durante los cursos 03-04 y 04-05, un magnifico periódico escolar llamado “El Recreo de la Laguna” llevado por nuestro querido y recordado compañero (y amigo) Rafael M. López Márquez, del departamento de lengua. Su traslado a Los Palacios supuso la desaparición y prematura muerte de nuestro querido periódico que, en dos cursos, se ganó el cariño y aprecio (por el arduo y brillante trabajo que tenía detrás) de toda la comunidad escolar. En él se ofrecían noticias y convocatorias del instituto, artículos escritos por profesores y alumnos, pasatiempos, poemas y un largo etcétera de cosas que Rafa se sacaba, no sabemos cómo, de la chistera. Eran tiempos en los que el internet, los blogs –como éste que cumple más o menos la función del periódico-, las redes sociales, las plataformas y demás cosas afines estaban comenzando y no estaban, ni mucho menos, tan extendidas; además de que los ordenadores, en el instituto, brillaban por su ausencia. En fin… otros tiempos…
Para la contraportada de uno de los números de “El Recreo” Rafa me pidió que escribiera algo, un artículo, un cuento o algo que completara esa página que, a pocos días del cierre de la edición, estaba vacía. Espoleado por la premura y la responsabilidad escribí un cuento titulado “Una gran aventura” que, si la memoria no me falla, gustó mucho a profesores, padres y alumnos. Lo vuelvo a poner aquí para que las nuevas generaciones lo conozcan. Creo que todavía guarda algo de gracia y, sobre todo, vigencia. Que os guste.
“Una gran aventura”
Caminaba, ciertamente acelerado, con mi lanza en ristre y mi bien pertrechado maletín (repleto de saberes geográficos), cual caballero andante aunque sin rocín flaco, por un protector pasillo al que se asomaban otros como yo, pobres incautos que debían ascender, al oír la tan temida señal acústica, hacia el más terrible de los infiernos, repleto de pequeñas y vociferantes criaturas.
De pronto, me di de bruces contra el umbral que separaba mi acogedor hábitat del fantasmal y frío mundo exterior: una gran puerta metálica que se cerraba de repente y podía pillarte, ante el menor descuido, un brazo, la cabeza, la lanza en ristre o cualquier otra parte del cuerpo y dejarte maltrecho ante la “gran aventura”.
Afortunadamente pude esquivar el peligro y salir a otro tenebroso pasillo perpendicular del que, por su lado derecho, se precipitaba, como una estampida de ñúes en la sabana africana, la masa informe de criaturas que pulula por esos indómitos parajes.
No sin esfuerzo giré hacia la izquierda y comprobé como los alocados entes me observaban; algunos con recelo, otros con desdén y otros con un mal disimulado enojo ante mi, para ellos, molesta presencia. En fin, como pude, y zarandeado por la multitud, seguí avanzando, pero un nuevo obstáculo se presentó ante mí: una escalera retorcida y ascendente repleta de restos orgánicos e inorgánicos malolientes y pisoteados con saña, latas y botes con líquidos pringosos derramados, bolsas de productos insalubres a los que ellos, según oí gritar, llamaban gusanitos (por el parecido que guardan, al parecer, con los animalillos de dicho nombre) y una especie de pequeñas y redondas bombas de color plata que las criaturas utilizan como maléficos proyectiles y que tienen como función original envolver su alimento primordial: algo que llaman bocajillo o algo así, y que, por costumbre (por alguna norma no escrita, supongo), deben arrojar al suelo sin contemplaciones si, por algún motivo, no logran devorarlo por completo.
Tras subir peldaño a peldaño la torturante escalera, llegué a otro pasillo similar al anterior. Allá, al fondo, un grupo de seres menores se peleaban entre sí, se jaleaban, bufaban, chillaban y se zarandeaban en un, me pareció, maligno ritual de iniciación.
No me acerqué, por su lejanía y porque suponían una prueba demasiado dura para mis ya menguadas fuerzas, y los abandoné a su suerte confiando en su innata capacidad de supervivencia. Giré hacia la derecha: era mi destino. Sólo recordaba que en la puerta, desgarrada, pintarrajeada, arañada y arrancada, debía poner 2º y una letra que no lograba hacer venir a mi memoria.
En ese pasadizo, estrecho e infernal, las criaturas, agolpadas, parecían enloquecidas, no sé si por la falta de espacio o de aire. Las de sexo femenino se asían por los brazos y se tambaleaban mientras gritaban, como poseídas, frases incoherentes como “shosho, corre que ha llegao el maestro” o “quiya no rempuje” y otras cuyo significado ignoraba por completo. Las de sexo masculino se golpeaban en la cabeza y se empujaban fieramente hasta salir despedidos contra las paredes o contra otros que hacían lo mismo. Mientras, al mismo tiempo, todos arrojaban trozos pequeños de una sustancia mineral blanca y polvorienta que también usaban, pero menos, para escribir en las paredes.
Al penetrar en el cubículo llamado 2º (y no sé qué letra) las criaturas, al parecer sintiéndose amenazadas, me acosaban y rodeaban todas al mismo tiempo, en un número superior a veinte, esputando frases apenas inteligibles y que denotaban cierto descontrol mental como “éste ma pegao”, “man quitao el estuche”, “éste está en mi sitio”, “¿qué hacemos hoy?”, “hoy no hacemos na”, “hoy es viernes”, “¿cuándo toca?”, “estamos cansaos”, “quita el examen”, “¿qué examen?”, “¿qué entra?”. “quita lo último”, “no tengo esa ficha”, “esa ficha es mía”, “sí, lo que tú diga”, “cierra la ventana”, “hace calor”, “abre la ventana”, “hace frío”, “la del 3º no sé qué es una estúpida”, “cállate o te reviento”, “éste es un payajo” y, así, una sarta de cosas de las que, por mucho que lo intentaba, no lograba percibir su significado.
Tras lograr calmarlos, no sé cómo ni con qué ayuda divina, y colocarlos cada uno en su sitio, intenté hablar, más bien gritar, por encima de sus voces agudas y graves al mismo tiempo y de irritante intensidad, para cumplir el objetivo que me había llevado a esta aventura: trasmitir a las jóvenes criaturas los saberes geográficos que, celosamente, guardaba en el maletín. Mas, al empezar, comprobé con estupor que a la mayoría de las sobreexcitadas criaturas no les interesaban nada los conocimientos que debía inculcarles; otras, simplemente, eran incapaces de entender; otras no oían; otras no tenían la mente allí... Al sonar, de nuevo, la señal acústica deshice, con el mismo esfuerzo, el camino confiando, al menos, que en alguna criatura, engullida por la extraña muchedumbre, anide la curiosidad y el anhelo de saber.
Rafa, hermano, un abrazo.
Para la contraportada de uno de los números de “El Recreo” Rafa me pidió que escribiera algo, un artículo, un cuento o algo que completara esa página que, a pocos días del cierre de la edición, estaba vacía. Espoleado por la premura y la responsabilidad escribí un cuento titulado “Una gran aventura” que, si la memoria no me falla, gustó mucho a profesores, padres y alumnos. Lo vuelvo a poner aquí para que las nuevas generaciones lo conozcan. Creo que todavía guarda algo de gracia y, sobre todo, vigencia. Que os guste.
“Una gran aventura”
Caminaba, ciertamente acelerado, con mi lanza en ristre y mi bien pertrechado maletín (repleto de saberes geográficos), cual caballero andante aunque sin rocín flaco, por un protector pasillo al que se asomaban otros como yo, pobres incautos que debían ascender, al oír la tan temida señal acústica, hacia el más terrible de los infiernos, repleto de pequeñas y vociferantes criaturas.
De pronto, me di de bruces contra el umbral que separaba mi acogedor hábitat del fantasmal y frío mundo exterior: una gran puerta metálica que se cerraba de repente y podía pillarte, ante el menor descuido, un brazo, la cabeza, la lanza en ristre o cualquier otra parte del cuerpo y dejarte maltrecho ante la “gran aventura”.
Afortunadamente pude esquivar el peligro y salir a otro tenebroso pasillo perpendicular del que, por su lado derecho, se precipitaba, como una estampida de ñúes en la sabana africana, la masa informe de criaturas que pulula por esos indómitos parajes.
No sin esfuerzo giré hacia la izquierda y comprobé como los alocados entes me observaban; algunos con recelo, otros con desdén y otros con un mal disimulado enojo ante mi, para ellos, molesta presencia. En fin, como pude, y zarandeado por la multitud, seguí avanzando, pero un nuevo obstáculo se presentó ante mí: una escalera retorcida y ascendente repleta de restos orgánicos e inorgánicos malolientes y pisoteados con saña, latas y botes con líquidos pringosos derramados, bolsas de productos insalubres a los que ellos, según oí gritar, llamaban gusanitos (por el parecido que guardan, al parecer, con los animalillos de dicho nombre) y una especie de pequeñas y redondas bombas de color plata que las criaturas utilizan como maléficos proyectiles y que tienen como función original envolver su alimento primordial: algo que llaman bocajillo o algo así, y que, por costumbre (por alguna norma no escrita, supongo), deben arrojar al suelo sin contemplaciones si, por algún motivo, no logran devorarlo por completo.
Tras subir peldaño a peldaño la torturante escalera, llegué a otro pasillo similar al anterior. Allá, al fondo, un grupo de seres menores se peleaban entre sí, se jaleaban, bufaban, chillaban y se zarandeaban en un, me pareció, maligno ritual de iniciación.
No me acerqué, por su lejanía y porque suponían una prueba demasiado dura para mis ya menguadas fuerzas, y los abandoné a su suerte confiando en su innata capacidad de supervivencia. Giré hacia la derecha: era mi destino. Sólo recordaba que en la puerta, desgarrada, pintarrajeada, arañada y arrancada, debía poner 2º y una letra que no lograba hacer venir a mi memoria.
En ese pasadizo, estrecho e infernal, las criaturas, agolpadas, parecían enloquecidas, no sé si por la falta de espacio o de aire. Las de sexo femenino se asían por los brazos y se tambaleaban mientras gritaban, como poseídas, frases incoherentes como “shosho, corre que ha llegao el maestro” o “quiya no rempuje” y otras cuyo significado ignoraba por completo. Las de sexo masculino se golpeaban en la cabeza y se empujaban fieramente hasta salir despedidos contra las paredes o contra otros que hacían lo mismo. Mientras, al mismo tiempo, todos arrojaban trozos pequeños de una sustancia mineral blanca y polvorienta que también usaban, pero menos, para escribir en las paredes.
Al penetrar en el cubículo llamado 2º (y no sé qué letra) las criaturas, al parecer sintiéndose amenazadas, me acosaban y rodeaban todas al mismo tiempo, en un número superior a veinte, esputando frases apenas inteligibles y que denotaban cierto descontrol mental como “éste ma pegao”, “man quitao el estuche”, “éste está en mi sitio”, “¿qué hacemos hoy?”, “hoy no hacemos na”, “hoy es viernes”, “¿cuándo toca?”, “estamos cansaos”, “quita el examen”, “¿qué examen?”, “¿qué entra?”. “quita lo último”, “no tengo esa ficha”, “esa ficha es mía”, “sí, lo que tú diga”, “cierra la ventana”, “hace calor”, “abre la ventana”, “hace frío”, “la del 3º no sé qué es una estúpida”, “cállate o te reviento”, “éste es un payajo” y, así, una sarta de cosas de las que, por mucho que lo intentaba, no lograba percibir su significado.
Tras lograr calmarlos, no sé cómo ni con qué ayuda divina, y colocarlos cada uno en su sitio, intenté hablar, más bien gritar, por encima de sus voces agudas y graves al mismo tiempo y de irritante intensidad, para cumplir el objetivo que me había llevado a esta aventura: trasmitir a las jóvenes criaturas los saberes geográficos que, celosamente, guardaba en el maletín. Mas, al empezar, comprobé con estupor que a la mayoría de las sobreexcitadas criaturas no les interesaban nada los conocimientos que debía inculcarles; otras, simplemente, eran incapaces de entender; otras no oían; otras no tenían la mente allí... Al sonar, de nuevo, la señal acústica deshice, con el mismo esfuerzo, el camino confiando, al menos, que en alguna criatura, engullida por la extraña muchedumbre, anide la curiosidad y el anhelo de saber.
Rafa, hermano, un abrazo.
3 comentarios:
Doy fe que este relato causó sensación y fue muy comentado en la sala de profesores. Todavía estamos esperando una nueva entrega...
Hay algunos alumnos que se acordaran, yo aún sigo guardando los periodicos que la verdad fueron muy buenos, y este relato estubo muy bien fue uno de los mejores de todos los periódicos.
¡Qué recuerdos! Mi experiencia en en Laguna de Tollón fue (es) inolvidable. De allí siempre guardaré mi más grato recuerdo. Os confesaré uan cosa; Alfonso, David, Yolanda, Roberto... cada vez que por aquí se habla del concurso de traslados (hace cuatro años que no concurso, porque estoy muy cerca de casa) se me viene una idea a la cabeza: ¡A que pido destino otra vez para El Cuervo! Y veréis. No es que aquí se esté mal, todo lo contrario, pero uno es de allí donde le quieren. Me sentí muy querido en el Laguna, quiero y aprecio a muchos de los que seguís en él con la ilusión del primer día. Por eso soy un poco del Romero Murube, pero un mucho del Laguna de Tollón. Y claro, de su periódico y tantas cosas que compartimos guardo el mejor de los recuerdos. Un saludo a todos.Os sigo puntualmente en el blog, al cual envidio por su participación. ¡Un abrazo!
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